Por: Víctor Palacios Cruz
Profesor adscrito al Departamento de Ciencias Teológicas.
Nadie está más desapegado de la vida que quien la posee inacabable. Borges prosigue el tema de Los viajes de Gulliver y refiere una fatiga, producto de esa perennidad, que menoscaba el ánimo. Los seres que no mueren, al fin descubiertos por el oficial romano de su cuento “El inmortal”, no exhiben el esplendor de los felices sino el balbuceo de los trogloditas. “He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda; no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes de que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años”, narra el argentino. “Todos los inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho”.
En otro relato suyo, “Funes el memorioso”, tras un accidente un joven adquiere una capacidad de recordar implacable y exhaustiva, pero no se trata de un don sino de un peso opresivo que le impide pensar. “El inmortal” lleva al mismo punto: la debilidad ―el olvido, el morir― es lo que nos hace verdaderamente humanos. “Adoctrinada por un ejercicio de siglos ―escribe―, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. [...] Encarados así, todos los actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”.
Al encerrar la duración, la muerte da forma a la vida. La conciencia de la brevedad nos pone en movimiento, crea el empeño del sentido y empuja a la acción que decide la identidad de cada uno. La falta de final banaliza el instante: un partido de fútbol sería terriblemente aburrido si los jugadores dispusieran de todo el tiempo para jugarlo y no sólo de noventa desesperantes minutos. La perpetuidad arrebata la espera y el recuerdo; priva al sujeto de una relación consigo mismo y lo deja postrado en un presente que ha perdido el valor de lo pasajero e irrepetible. “¿Cuál es el secreto de su longevidad?”, le preguntaban a alguien. “Bueno, no fumo, no bebo, no salgo a fiestas…” “Ah, usted no vive, usted sólo dura”, le dijeron finalmente. Cuando al cubano Guillermo Cabrera Infante le recriminaron el hábito del tabaco, contestó: “pero ya vivir es dañino para la salud”. Si el misionero hiciera una lista de peligros ―calor, mosquitos, serpientes, caníbales―, no iría jamás a predicar en las selvas del trópico. Creo que al humano no le importa tanto la vida como su sentido, esa forma extraña pero nuestra de plenitud que es querer tenazmente lo imposible. El progreso absoluto, felizmente irrealizable, apagaría el incentivo de tener delante algo por recorrer. Pienso que el mayor problema de salud de nuestro tiempo es la preocupación por la salud. (En la última epidemia global de gripe, el pánico ha viajado más rápido que el virus.) Nos interesa más estar sanos que “vivir”.
Dicen los biólogos que la extinción de los individuos garantiza el avance de las formas vivientes. Si ellos no murieran, las especies no tendrían ocasión de ensayar nuevas variedades en plantas y animales. Parecidamente, Karl Löwith explicaba: “Una ilimitada duración de la vida humana pondría fin a todo progreso. Si la duración de la vida del hombre se decuplicase, el progreso se haría más lento, porque, en la competencia entre el instinto conservador de la vejez y el ansia por lo nuevo de los jóvenes, los más viejos estarían en desventaja. Si la duración normal de la vida se redujese a la cuarta parte, esto sería tan perjudicial como la prolongación de la vida, pues el instinto de innovación tomaría la delantera”. Quizá, por ello, la expectativa promedio de la vida humana responda a un sabio equilibrio: un punto equidistante entre una brevedad insoportable, que priorizaría la subsistencia y nos volvería más violentos y menos ambiciosos, y una extensión abúlica que nos privaría del afán de cambio y del amor al mundo.
Quizá importe más el valor que la cantidad de lo vivido: en el Evangelio, Simeón, apenas reconoce en el templo a Jesús en brazos de María, musita una oración en la que se dispone a brindar el alma, pues sus ojos ya han visto al Salvador. Decían los griegos que cuando avistamos la belleza ya estamos preparados para la partida. Y si un papel nos indicara el plazo, habría que vivir hasta el último minuto con el mismo derecho con que Sócrates intentaba aprender una pieza para flauta antes de beber la cicuta, condenado por un tribunal de Atenas. Cuando le preguntaron para qué practicaba, contestó con sencillez: “para saberla tocar antes de morir”.
Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro, contrajo la tuberculosis y murió apenas a los 44 años en una remota isla de la Polinesia. “Durante catorce años no he tenido un solo día efectivo de salud ―contó en una carta―. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos”. No era una queja, era una celebración de la escritura, es decir, de la existencia. “No lo dudes, empieza tu libro ―dice―; aunque el doctor no te dé ni un año de vida, incluso si duda con respecto a un mes, dale un empujón valiente y mira qué se puede lograr en una semana. No es sólo en las empresas acabadas en las que deberíamos honrar el trabajo útil”.
El éxito es una dudosa manera de medir la dicha humana. Se pueden acumular éxitos en cosas pequeñas y fracasos en asuntos mayores. Pero, ¿qué es lo que hace grande al individuo: sus propósitos, que dependen de su corazón, o los logros sujetos al azar y la intervención de otros? Toda muerte es prematura, aunque llegue a los noventa. Que ella venga sin remedio no es un sinsentido, sino la prueba de que hemos vivido, de que tuvimos una oportunidad. Dejar vacío este lapso es lo único que se nos podría reprochar. Y ese reproche, o la satisfacción si fuera el caso, obedece a que somos seres libres. Y una vida libre no muere para siempre.
En otro relato suyo, “Funes el memorioso”, tras un accidente un joven adquiere una capacidad de recordar implacable y exhaustiva, pero no se trata de un don sino de un peso opresivo que le impide pensar. “El inmortal” lleva al mismo punto: la debilidad ―el olvido, el morir― es lo que nos hace verdaderamente humanos. “Adoctrinada por un ejercicio de siglos ―escribe―, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. [...] Encarados así, todos los actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”.
Al encerrar la duración, la muerte da forma a la vida. La conciencia de la brevedad nos pone en movimiento, crea el empeño del sentido y empuja a la acción que decide la identidad de cada uno. La falta de final banaliza el instante: un partido de fútbol sería terriblemente aburrido si los jugadores dispusieran de todo el tiempo para jugarlo y no sólo de noventa desesperantes minutos. La perpetuidad arrebata la espera y el recuerdo; priva al sujeto de una relación consigo mismo y lo deja postrado en un presente que ha perdido el valor de lo pasajero e irrepetible. “¿Cuál es el secreto de su longevidad?”, le preguntaban a alguien. “Bueno, no fumo, no bebo, no salgo a fiestas…” “Ah, usted no vive, usted sólo dura”, le dijeron finalmente. Cuando al cubano Guillermo Cabrera Infante le recriminaron el hábito del tabaco, contestó: “pero ya vivir es dañino para la salud”. Si el misionero hiciera una lista de peligros ―calor, mosquitos, serpientes, caníbales―, no iría jamás a predicar en las selvas del trópico. Creo que al humano no le importa tanto la vida como su sentido, esa forma extraña pero nuestra de plenitud que es querer tenazmente lo imposible. El progreso absoluto, felizmente irrealizable, apagaría el incentivo de tener delante algo por recorrer. Pienso que el mayor problema de salud de nuestro tiempo es la preocupación por la salud. (En la última epidemia global de gripe, el pánico ha viajado más rápido que el virus.) Nos interesa más estar sanos que “vivir”.
Dicen los biólogos que la extinción de los individuos garantiza el avance de las formas vivientes. Si ellos no murieran, las especies no tendrían ocasión de ensayar nuevas variedades en plantas y animales. Parecidamente, Karl Löwith explicaba: “Una ilimitada duración de la vida humana pondría fin a todo progreso. Si la duración de la vida del hombre se decuplicase, el progreso se haría más lento, porque, en la competencia entre el instinto conservador de la vejez y el ansia por lo nuevo de los jóvenes, los más viejos estarían en desventaja. Si la duración normal de la vida se redujese a la cuarta parte, esto sería tan perjudicial como la prolongación de la vida, pues el instinto de innovación tomaría la delantera”. Quizá, por ello, la expectativa promedio de la vida humana responda a un sabio equilibrio: un punto equidistante entre una brevedad insoportable, que priorizaría la subsistencia y nos volvería más violentos y menos ambiciosos, y una extensión abúlica que nos privaría del afán de cambio y del amor al mundo.
Quizá importe más el valor que la cantidad de lo vivido: en el Evangelio, Simeón, apenas reconoce en el templo a Jesús en brazos de María, musita una oración en la que se dispone a brindar el alma, pues sus ojos ya han visto al Salvador. Decían los griegos que cuando avistamos la belleza ya estamos preparados para la partida. Y si un papel nos indicara el plazo, habría que vivir hasta el último minuto con el mismo derecho con que Sócrates intentaba aprender una pieza para flauta antes de beber la cicuta, condenado por un tribunal de Atenas. Cuando le preguntaron para qué practicaba, contestó con sencillez: “para saberla tocar antes de morir”.
Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro, contrajo la tuberculosis y murió apenas a los 44 años en una remota isla de la Polinesia. “Durante catorce años no he tenido un solo día efectivo de salud ―contó en una carta―. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos”. No era una queja, era una celebración de la escritura, es decir, de la existencia. “No lo dudes, empieza tu libro ―dice―; aunque el doctor no te dé ni un año de vida, incluso si duda con respecto a un mes, dale un empujón valiente y mira qué se puede lograr en una semana. No es sólo en las empresas acabadas en las que deberíamos honrar el trabajo útil”.
El éxito es una dudosa manera de medir la dicha humana. Se pueden acumular éxitos en cosas pequeñas y fracasos en asuntos mayores. Pero, ¿qué es lo que hace grande al individuo: sus propósitos, que dependen de su corazón, o los logros sujetos al azar y la intervención de otros? Toda muerte es prematura, aunque llegue a los noventa. Que ella venga sin remedio no es un sinsentido, sino la prueba de que hemos vivido, de que tuvimos una oportunidad. Dejar vacío este lapso es lo único que se nos podría reprochar. Y ese reproche, o la satisfacción si fuera el caso, obedece a que somos seres libres. Y una vida libre no muere para siempre.