Por: Víctor Palacios Cruz
Profesor adscrito al Departamento de Ciencias Teológicas.
En un gran centro comercial hay cansancios que se traen y que se desea curar, pero no existe el pasado; hay prisas más importantes que las cosas que se compran, pero no existe el futuro. Las gentes trazan círculos bulliciosos en el sentido inverso de las agujas del reloj. Mientras tanto, ha desaparecido el tic tac de las máquinas: no se desea oír más el crujido de las horas. La peluquería, el gimnasio, la farmacia son las celdas donde el enjambre ciudadano liba el polen de la eternidad.
Se quiere vivir más años, pero no se quiere “vivir más”. Por el contrario, se ansía detener la vida en uno de sus pasajes, que no es la juventud sino la adolescencia. El modisto Yves Saint Laurent decía, en los cincuenta, que hasta hace un tiempo las niñas vestían como sus madres y ahora las madres quieren verse como sus hijas. La pubertad es la etapa del presente enfatizado. El niño no tiene recuerdos ni planes, vive en el puro instante del juego. No lo detiene nada posterior, sólo el cansancio. Pero es inocente. En el otro extremo, la ancianidad se retira lentamente del mundo; es la edad del balance y la memoria. El anciano ha vivido mucho y ya no llora ni ríe por cualquier motivo; cuando lo hace tiene inmensas razones para ello y, entonces, sus gestos nos conmueven. Leí en algún lado que un rostro sin arrugas es un papel en blanco en el que no se ha escrito nada todavía.
Sucede que un día el hombre descubrió que podía rebelarse contra la naturaleza: dominar el fuego le hizo prolongar el día, inventar la rueda dejar de ser perseguido y ponerse a perseguir. Milenios después, hacia el final de la Edad Media, la naturaleza volvió a tomar a la especie humana entre sus garras. Sequías y hambrunas causaron una calamidad en el siglo XIV aún menor que una epidemia veloz e invencible: la Peste Negra que, al despoblar una Europa de precaria medicina, volvió a los mortales más aterrados y deleznables que nunca.
Con esta carga de tragedias, no extraña que la Edad Moderna soñara con vencer para siempre a los elementos y volver al humano, diría Descartes, «dueño de sí y del mundo». El humanista Alberti proclamó: «el hombre, si lo quiere, lo puede todo»; Da Vinci, que disecciona cadáveres hurgando los secretos de la vida, anotó: «quiero hacer milagros»; y Francis Bacon imaginó una sociedad futura donde fuera posible resucitar a los muertos. Si una actitud de esos tiempos persiste ahora, pese a la lección de las matanzas tecnificadas del siglo XX, es sin duda el anhelo de control. Da Vinci prefiere la pintura a la música, porque en ésta lo que suena se desvanece, pero en aquélla la naturaleza permanece. La imprenta permitía poseer la sabiduría de modo que no se perdiera nunca más. Hoy, una pastilla que se pierde en los bolsillos guarda cientos de imágenes y textos. Queremos almacenar el universo en la yema de los dedos. “Eres lo que llevas”, dice la publicidad de una marca de USBs.
Químicos, dietas y cirugías combaten ya no a las fieras de los bosques, sino a un enemigo de dentro: el ritmo de nuestro cuerpo. Michael Jackson es el rostro resultante de esta ansiedad, un Frankenstein del glamour. Si hemos de morir, que al menos nuestro cadáver sea cosmético. En 1793, en los días agitados de la Revolución Francesa, el Marqués de Condorcet se cuestionaba: «Indudablemente, el hombre no llegará a ser inmortal, pero la distancia entre el momento en que comienza a vivir y la época normal en que, de un modo natural, sin enfermedad, sin accidente, experimenta la dificultad de ser, ¿no puede aumentar incesantemente?» La ilusión de una civilización avanzando hacia el progreso indefinido rodaba por Europa desde décadas atrás.
Jonathan Swift osó ir contracorriente y en su novela Los viajes de Gulliver se burló de los filósofos y científicos de entonces. En su encuentro con los habitantes inmortales entre los luggnaggianos, Gulliver es interrogado sobre qué haría si gozara también del privilegio de no morir. Contesta que invertiría esa extensión de años en hacerse sabio, atesorar riquezas, componer la historia de los pueblos y, sobre todo, tendría “el entendimiento libre y desembarazado, sin la pesadumbre y abatimiento de ánimo que causa el miedo continuo a la muerte”. Al escuchar las piadosas sonrisas de sus anfitriones, entendió su ingenuidad. Ellos no podían envidiar a los que, según decían, “normalmente se comportaban igual que los mortales hasta los treinta años, después de lo cual les entraba poco a poco una tristeza y abatimiento, que seguía aumentando hasta los ochenta. […] Cuando alcanzan los ochenta, que se considera la edad máxima de vida en este país, tienen ellos no sólo las memeces y achaques propios de otros viejos, sino también muchas más derivadas de la espantosa perspectiva de no morir jamás. No sólo son tercos, picajosos, codiciosos, hoscos, vanidosos y parlanchines, sino también nulos para la amistad y muertos para todo afecto natural”.
Se quiere vivir más años, pero no se quiere “vivir más”. Por el contrario, se ansía detener la vida en uno de sus pasajes, que no es la juventud sino la adolescencia. El modisto Yves Saint Laurent decía, en los cincuenta, que hasta hace un tiempo las niñas vestían como sus madres y ahora las madres quieren verse como sus hijas. La pubertad es la etapa del presente enfatizado. El niño no tiene recuerdos ni planes, vive en el puro instante del juego. No lo detiene nada posterior, sólo el cansancio. Pero es inocente. En el otro extremo, la ancianidad se retira lentamente del mundo; es la edad del balance y la memoria. El anciano ha vivido mucho y ya no llora ni ríe por cualquier motivo; cuando lo hace tiene inmensas razones para ello y, entonces, sus gestos nos conmueven. Leí en algún lado que un rostro sin arrugas es un papel en blanco en el que no se ha escrito nada todavía.
Sucede que un día el hombre descubrió que podía rebelarse contra la naturaleza: dominar el fuego le hizo prolongar el día, inventar la rueda dejar de ser perseguido y ponerse a perseguir. Milenios después, hacia el final de la Edad Media, la naturaleza volvió a tomar a la especie humana entre sus garras. Sequías y hambrunas causaron una calamidad en el siglo XIV aún menor que una epidemia veloz e invencible: la Peste Negra que, al despoblar una Europa de precaria medicina, volvió a los mortales más aterrados y deleznables que nunca.
Con esta carga de tragedias, no extraña que la Edad Moderna soñara con vencer para siempre a los elementos y volver al humano, diría Descartes, «dueño de sí y del mundo». El humanista Alberti proclamó: «el hombre, si lo quiere, lo puede todo»; Da Vinci, que disecciona cadáveres hurgando los secretos de la vida, anotó: «quiero hacer milagros»; y Francis Bacon imaginó una sociedad futura donde fuera posible resucitar a los muertos. Si una actitud de esos tiempos persiste ahora, pese a la lección de las matanzas tecnificadas del siglo XX, es sin duda el anhelo de control. Da Vinci prefiere la pintura a la música, porque en ésta lo que suena se desvanece, pero en aquélla la naturaleza permanece. La imprenta permitía poseer la sabiduría de modo que no se perdiera nunca más. Hoy, una pastilla que se pierde en los bolsillos guarda cientos de imágenes y textos. Queremos almacenar el universo en la yema de los dedos. “Eres lo que llevas”, dice la publicidad de una marca de USBs.
Químicos, dietas y cirugías combaten ya no a las fieras de los bosques, sino a un enemigo de dentro: el ritmo de nuestro cuerpo. Michael Jackson es el rostro resultante de esta ansiedad, un Frankenstein del glamour. Si hemos de morir, que al menos nuestro cadáver sea cosmético. En 1793, en los días agitados de la Revolución Francesa, el Marqués de Condorcet se cuestionaba: «Indudablemente, el hombre no llegará a ser inmortal, pero la distancia entre el momento en que comienza a vivir y la época normal en que, de un modo natural, sin enfermedad, sin accidente, experimenta la dificultad de ser, ¿no puede aumentar incesantemente?» La ilusión de una civilización avanzando hacia el progreso indefinido rodaba por Europa desde décadas atrás.
Jonathan Swift osó ir contracorriente y en su novela Los viajes de Gulliver se burló de los filósofos y científicos de entonces. En su encuentro con los habitantes inmortales entre los luggnaggianos, Gulliver es interrogado sobre qué haría si gozara también del privilegio de no morir. Contesta que invertiría esa extensión de años en hacerse sabio, atesorar riquezas, componer la historia de los pueblos y, sobre todo, tendría “el entendimiento libre y desembarazado, sin la pesadumbre y abatimiento de ánimo que causa el miedo continuo a la muerte”. Al escuchar las piadosas sonrisas de sus anfitriones, entendió su ingenuidad. Ellos no podían envidiar a los que, según decían, “normalmente se comportaban igual que los mortales hasta los treinta años, después de lo cual les entraba poco a poco una tristeza y abatimiento, que seguía aumentando hasta los ochenta. […] Cuando alcanzan los ochenta, que se considera la edad máxima de vida en este país, tienen ellos no sólo las memeces y achaques propios de otros viejos, sino también muchas más derivadas de la espantosa perspectiva de no morir jamás. No sólo son tercos, picajosos, codiciosos, hoscos, vanidosos y parlanchines, sino también nulos para la amistad y muertos para todo afecto natural”.