Por: Rolando Monteza Calderón
Coordinador del Área de Filosofía
Profesor adscrito al Departamento de Ciencias Teológicas
El gusto por las cosas bellas ha sido y es una constante en la historia de la humanidad y en nuestra propia historia personal. Quién no ha detenido su vista ante la hermosura de un paisaje o ha contemplado maravillado un ocaso; quién no ha apreciado la figura de una gacela o la belleza de una mujer. Pero sería erróneo reducir la belleza a esa pura complacencia o a la mera sensibilidad del espectador.
Lo bello no posee sólo un aspecto subjetivo. Mejor dicho, algo es bello no sólo porque causa gusto sino que, justamente, porque en sí mismo es bello produce ese sentimiento de agrado. Estamos, pues, ante lo que se podría denominar aspecto objetivo y real de la belleza, algo que escapa al arbitrio del espectador. En este sentido, los pitagóricos en el siglo VI a.C., fueron los primeros en preocuparse por la objetividad de lo bello y determinaron unos patrones para “medir” el grado de belleza.
Los filósofos suelen definir la belleza como “aquello que causa agrado al ser contemplado”. Este concepto implica tanto a la cosa como al sujeto. La cosa posee una belleza en sí misma y se descubre gracias a la capacidad del espectador. Esa capacidad es un sentimiento que recorre entre la inteligencia y la afectividad, pasando por la voluntad. De allí que la belleza esté relacionada con la verdad, el gusto y el bien. Hablaremos de que algo es bello cuando está libre de falsedad, nos apetezca y contribuya al perfeccionamiento. De allí que nos produzca desazón una joven bonita que resulte ser ladrona, o cuando nos enteramos que una hermosa pieza de arte es falsa.
Para la filosofía, la belleza es un aspecto importante de la realidad. Constituye uno de los trascendentales metafísicos junto con el ser, la unidad, lo verdadero y lo bueno. Todas estas dimensiones están presentes en las cosas, aunque a veces nos sea difícil advertirlas. Por otro lado, una cosa será más valiosa cuando posea en mayor plenitud cada uno de estos trascendentales. En el caso de las personas, serán realmente bellas cuando posean más verdad, bondad y gusto. La belleza en una persona se mide por su bondad moral y no sólo por el gusto estético que cause en nuestra subjetividad.
Por tanto, ya que todas las personas debemos aspirar a poseer plenitud, tenemos que también alcanzar la belleza. Esto involucra no sólo una atracción física sino también una vida moral porque sobre ella principalmente gravita la verdadera belleza, aquella que no se vale de los cosméticos sino que requiere también de una fuerte dosis de virtud.