Por: Dr. Hugo Calienes Bedoya
Decano de Facultad de Medicina
En las dos últimas décadas la estrecha relación médico-paciente ha dado un significativo cambio que, como en todo movimiento pendular, no pueden evitarse los excesos y defectos. Hasta el siglo pasado el médico era visto universalmente de manera paternal o más bien, paternalista. Ante el lecho del paciente tenía la primera y última palabra. Los familiares aceptaban a pié juntillas su veredicto. El enfermo no tenía voz ni voto, su principal papel consistía en “dejarse hacer”. Esta docilidad no era cerril, simplemente se confiaba en el que sabía, en el que había estudiado para curar, en su experiencia ante situaciones similares y, si se trataba del medico de cabecera, en el trato de años que lo había convertido en familiar honorario. Con todas estas garantías ¿quien podía desconfiar?
A la docilidad del paciente y familiares, el galeno correspondía con una exquisita rectitud de intención y desapego a todo lo que no fuera el bienestar el enfermo e incluso, si era necesario, recurría a su patrimonio personal para solventar parte, o el integro, del tratamiento. Vistas así las cosas no parecía que esta relación necesitara cambiar.
La crisis de valores también ha afectado a la práctica médica. El “marketing” ha entrado a formar parte de las herramientas de la profesión. Los términos que van siendo afines al argot médico tienen más similitud con los del “negociante” o del “empresario”, según cada uno vea el futuro de su gestión (a corto o largo plazo). “Cliente”, “grado de satisfacción del cliente”, etc. sustituyen al de paciente contento y agradecido. La propaganda descarada, que exhibe demasiados meritos del profesional y que ofrece sofisticados tratamientos con cero riesgos, se está convirtiendo en la norma habitual de conducta para no quedarse arrinconado. Cuanto más experto se luzca, el tarifario sube como la espuma y apenas hay espacio para “la caritativa subvención” de antaño para con el indigente.
Al paciente y a sus familiares, si les queda algo, es el instinto de sobrevivencia y han aprendido a hacer valer sus derechos y también a impedir despojos del poco o mucho patrimonio. Más aun, no están dispuestos a ser tratados como conejillos de indias, ni a ser víctimas de complicados exámenes para que le den un diagnostico de “parasitosis”, ni desean caer en el encarnizamiento terapéutico a costa de mal vivir unos días más. Los pacientes más avezados (o sus familiares) buscan asesoramiento del abogado, que ha descubierto una nueva fuente de ingresos, para denunciar, con razón o sin ella, de mala praxis y “ganarse alguito”.
Como médico es penoso hacer esta descripción que parece caricaturesca. Tranquiliza saber que mayoritariamente los médicos actúan con fidelidad al juramento hipocrático. Las excepciones descritas, han motivado dos actitudes: una positiva para el paciente y la otra defensiva para el médico. Me refiero al “consentimiento informado” y a la póliza de seguros contra denuncias de mala praxis. Con el consentimiento informado el enfermo (o familiares directos) no pierde su autonomía como persona y puede decidir sobre la oportunidad del tal o cual examen o tratamiento. Si bien el número de formularios a llenar, previa explicación, aumentan y se hace tediosa la atención, da tranquilidad a ambas partes. El seguro del médico, pese a su alto costo, contribuye también a la tranquilidad del médico que por mucha ciencia y experiencia que tenga no deja de ser falible y además debe protegerse contra malintencionados.
Todos los cabos están atados y todos están resguardados pero la relación paciente-médico no puede acabar así, hay que ganar para la sociedad la figura del médico que fue comparada al sacerdocio de Cristo por su capacidad de entrega y sacrificio. Las nuevas promociones de médicos deben respirar otro aire. La enseñanza de la medicina tiene que incluir dentro de su currículo no solo unas cuantas materias de corte humanístico sino que todas las asignaturas de la carrera tienen que estar influidas transversalmente por la ética, la deontología y la bioética, apoyadas en una antropología filosófica que respete la dignidad humana. Así mismo, los profesores, junto a su competencia profesional, tienen que mostrar valores y virtudes que fluyan espontáneamente cuando ejercen la docencia o cuando están frente al enfermo.
Decano de Facultad de Medicina
En las dos últimas décadas la estrecha relación médico-paciente ha dado un significativo cambio que, como en todo movimiento pendular, no pueden evitarse los excesos y defectos. Hasta el siglo pasado el médico era visto universalmente de manera paternal o más bien, paternalista. Ante el lecho del paciente tenía la primera y última palabra. Los familiares aceptaban a pié juntillas su veredicto. El enfermo no tenía voz ni voto, su principal papel consistía en “dejarse hacer”. Esta docilidad no era cerril, simplemente se confiaba en el que sabía, en el que había estudiado para curar, en su experiencia ante situaciones similares y, si se trataba del medico de cabecera, en el trato de años que lo había convertido en familiar honorario. Con todas estas garantías ¿quien podía desconfiar?
A la docilidad del paciente y familiares, el galeno correspondía con una exquisita rectitud de intención y desapego a todo lo que no fuera el bienestar el enfermo e incluso, si era necesario, recurría a su patrimonio personal para solventar parte, o el integro, del tratamiento. Vistas así las cosas no parecía que esta relación necesitara cambiar.
La crisis de valores también ha afectado a la práctica médica. El “marketing” ha entrado a formar parte de las herramientas de la profesión. Los términos que van siendo afines al argot médico tienen más similitud con los del “negociante” o del “empresario”, según cada uno vea el futuro de su gestión (a corto o largo plazo). “Cliente”, “grado de satisfacción del cliente”, etc. sustituyen al de paciente contento y agradecido. La propaganda descarada, que exhibe demasiados meritos del profesional y que ofrece sofisticados tratamientos con cero riesgos, se está convirtiendo en la norma habitual de conducta para no quedarse arrinconado. Cuanto más experto se luzca, el tarifario sube como la espuma y apenas hay espacio para “la caritativa subvención” de antaño para con el indigente.
Al paciente y a sus familiares, si les queda algo, es el instinto de sobrevivencia y han aprendido a hacer valer sus derechos y también a impedir despojos del poco o mucho patrimonio. Más aun, no están dispuestos a ser tratados como conejillos de indias, ni a ser víctimas de complicados exámenes para que le den un diagnostico de “parasitosis”, ni desean caer en el encarnizamiento terapéutico a costa de mal vivir unos días más. Los pacientes más avezados (o sus familiares) buscan asesoramiento del abogado, que ha descubierto una nueva fuente de ingresos, para denunciar, con razón o sin ella, de mala praxis y “ganarse alguito”.
Como médico es penoso hacer esta descripción que parece caricaturesca. Tranquiliza saber que mayoritariamente los médicos actúan con fidelidad al juramento hipocrático. Las excepciones descritas, han motivado dos actitudes: una positiva para el paciente y la otra defensiva para el médico. Me refiero al “consentimiento informado” y a la póliza de seguros contra denuncias de mala praxis. Con el consentimiento informado el enfermo (o familiares directos) no pierde su autonomía como persona y puede decidir sobre la oportunidad del tal o cual examen o tratamiento. Si bien el número de formularios a llenar, previa explicación, aumentan y se hace tediosa la atención, da tranquilidad a ambas partes. El seguro del médico, pese a su alto costo, contribuye también a la tranquilidad del médico que por mucha ciencia y experiencia que tenga no deja de ser falible y además debe protegerse contra malintencionados.
Todos los cabos están atados y todos están resguardados pero la relación paciente-médico no puede acabar así, hay que ganar para la sociedad la figura del médico que fue comparada al sacerdocio de Cristo por su capacidad de entrega y sacrificio. Las nuevas promociones de médicos deben respirar otro aire. La enseñanza de la medicina tiene que incluir dentro de su currículo no solo unas cuantas materias de corte humanístico sino que todas las asignaturas de la carrera tienen que estar influidas transversalmente por la ética, la deontología y la bioética, apoyadas en una antropología filosófica que respete la dignidad humana. Así mismo, los profesores, junto a su competencia profesional, tienen que mostrar valores y virtudes que fluyan espontáneamente cuando ejercen la docencia o cuando están frente al enfermo.
La Facultad de Medicina de la Universidad Católica Santo Toribio de Mogrovejo ha optado por este modelo. El camino de la competitividad y de la excelencia no es otro. La profesión médica se encuentra frente al reto de recuperar y potenciar su ancestral prestigio de servicio al paciente.