Por: Juan Pablo Moreno Muro
Profesor adscrito al Departamento de Ciencias de la Educación
Profesor adscrito al Departamento de Ciencias de la Educación
En estos tiempos, quizás parezca ingenuo pensar en “fantasmas” de la evaluación, pero en la vida diaria, una simple insinuación de examinar los resultados de nuestras acciones con frecuencia tiende a ser rechazada por temor, o por ignorancia, aunque ésta, por lo general, es la base de todos los temores. En efecto, el término “examen” produce reacciones de rechazo.
Cuando se plantea la necesidad de examinar nuestro proceso de desarrollo personal, el tipo de vida que llevamos, nuestra actitud frente al comportamiento de los demás, el cumplimiento de nuestras responsabilidades, nuestros criterios morales, etc., tendemos a evadir la posibilidad de hacerlo. Parecemos estar rodeados de “fantasmas” que bloquean nuestros pensamientos y acciones.
Lo mismo sucede en nuestro trabajo. Aunque pregonamos nuestra opinión favorable respecto a la necesidad de la evaluación, casi siempre suponemos –y así lo asumimos- que hacemos las cosas según lo planeado, que nuestras calificaciones y capacidades aseguran que estamos bien o, en el mejor de los casos, no deseamos que se develen nuestros errores. En la práctica, no nos gusta la evaluación.
¿Sucede lo mismo en las universidades peruanas? En la mayoría, sí. Debe subrayarse en la mayoría, porque sí hay universidades que han creado -y aplican- sistemas de evaluación muy interesantes. No obstante, son las universidades las instituciones obligadas a hacerlo, simplemente porque, por su naturaleza, son los centros de investigación por excelencia y, por tanto, generadores de todo tipo de propuestas, incluidas las metodológicas, para hacer las cosas bien, para dar sentido a nuestras acciones, para garantizar la concreción de metas y objetivos, para promover y lograr el desarrollo de las instituciones y, por, ende, de la sociedad en general.
Para mayor convencimiento, observemos las organizaciones de éxito: son las que han logrado mejores sistemas de “control de calidad”; es decir, de evaluación de sus procesos para garantizar la calidad de los productos. En el otro extremo, las organizaciones que fracasan no cuentan con sistemas de evaluación, son reactivas a las circunstancias, no tienen adecuados planes de desarrollo; en fin, van a la deriva.
En las universidades, los principales procesos, que muchas veces se realizan de manera desarticulada, son: formación profesional, investigación, proyección social y gestión. Por supuesto, hay que incluir, subrayado, la evaluación. Para ser pertinentes, se requiere, primero, un modelo de universidad que garantice la integración de todos los procesos orientados al logro de su finalidad. El sistema de evaluación ha de ser uno de sus pilares fundamentales.
Por ello se ha reconocido la necesidad de la acreditación universitaria, para garantizar, vía la evaluación, que efectivamente las metas y objetivos logrados expresan la concreción de la misión de la universidad. De ahí esta reflexión que pretende ser una invitación a pensar con seriedad la importancia de la evaluación de todas nuestras acciones: personales, laborales, sociales. Y en el caso de nuestro rol en la Universidad a asumir la decisión de contribuir a la promoción de la vivencia de la evaluación como instrumento básico de desarrollo.