Por: P. Jorge Millán Cotrina
Profesor adscrito al Dpto de Ciencias Teológicas
En estas últimas semanas hemos sido testigos de muchos acontecimientos mundiales que de alguna o de otra manera pasarán a los libros de historia y estarán en las páginas más destacadas: la elección del primer presidente afroamericano en EE.UU.; la recesión mundial, atentados terroristas de grandes magnitudes, persecuciones religiosas en varias regiones del mundo, actos de corrupción de gran magnitud social, deseos de poder desmedido por algunos “dictadores” elegidos democráticamente, hechos inmorales como incestos, ampliación de semanas permitidas para abortar, y un largo etcétera de sucesos que hace a uno pensar: ¿qué pasa?, ¿será posible seguir viviendo en este mundo?, ¿podrán nuestros hijos vivir bien en los próximos cincuenta años?.
Ciertamente, con un panorama así, nuestros deseos de felicidad innatos en nuestro ser se truncan por sentimientos de miedo y angustias, de desesperanza, de desilusión.
Hace más de dos mil años igual sensación tenían los hombres que conocían y amaban al Dios verdadero, las mismas desesperanzas y desilusiones: eran parte del pueblo elegido y se sentían abandonados, eran conscientes de ser parte de un gran pueblo y estaban dominados por un imperio, tenían a un Dios providente y que les amaba y a la vez estaban rodeados de dioses paganos seductores de malas conductas.
Somos conscientes de ser parte de una gran familia: La Familia de los Hijos de Dios en la Iglesia Católica, somos hijos en el Hijo de un Padre amoroso en el Espíritu. Somos miembros de un pueblo que quiere ser pobre en el espíritu, manso y humilde de corazón, misericordioso, pacíficos, limpios de corazón, porque sabemos que al final poseeremos la vida eterna, poseeremos la tierra, alcanzaremos misericordia, veremos a Dios, etc.
Hemos empezado el tiempo de Adviento, TIEMPO DE ESPERANZA CRISTIANA.
¿Cómo no vamos a sentirnos seguros a pesar de la inseguridad que nos rodea?, ¿cómo no sentirnos vencedores cuando el mundo nos tilda de fracasados?, ¿cómo no sentirnos llenos de fe y esperanza ante un mundo ciego y desesperanzado?.
Con la llegada de Cristo al mundo, con la llegada de Cristo a nuestros corazones debemos demostrar que las cosas pasan, que lo que permanece es el Amor de Dios por sus hijos, un amor providente; un amor que llena el corazón ante tanto vacío que hay por todos lados.
Somos los llamados a dar esperanza a los hombres, somos los llamados a dar ilusión a la vida, somos los llamados a dar luz a los demás, somos los llamados a ser… Cristo.
Que en este Adviento advirtamos qué es lo que Dios quiere de nosotros, qué es lo que Dios quiere que demos a los demás. De nosotros depende que nuestros hijos, en los próximos cincuenta años, puedan ser más felices que nosotros en un mundo que exprese belleza e ilusión por la vida. Saber esperar es señal de los hijos de Dios.
Ciertamente, con un panorama así, nuestros deseos de felicidad innatos en nuestro ser se truncan por sentimientos de miedo y angustias, de desesperanza, de desilusión.
Hace más de dos mil años igual sensación tenían los hombres que conocían y amaban al Dios verdadero, las mismas desesperanzas y desilusiones: eran parte del pueblo elegido y se sentían abandonados, eran conscientes de ser parte de un gran pueblo y estaban dominados por un imperio, tenían a un Dios providente y que les amaba y a la vez estaban rodeados de dioses paganos seductores de malas conductas.
Somos conscientes de ser parte de una gran familia: La Familia de los Hijos de Dios en la Iglesia Católica, somos hijos en el Hijo de un Padre amoroso en el Espíritu. Somos miembros de un pueblo que quiere ser pobre en el espíritu, manso y humilde de corazón, misericordioso, pacíficos, limpios de corazón, porque sabemos que al final poseeremos la vida eterna, poseeremos la tierra, alcanzaremos misericordia, veremos a Dios, etc.
Hemos empezado el tiempo de Adviento, TIEMPO DE ESPERANZA CRISTIANA.
¿Cómo no vamos a sentirnos seguros a pesar de la inseguridad que nos rodea?, ¿cómo no sentirnos vencedores cuando el mundo nos tilda de fracasados?, ¿cómo no sentirnos llenos de fe y esperanza ante un mundo ciego y desesperanzado?.
Con la llegada de Cristo al mundo, con la llegada de Cristo a nuestros corazones debemos demostrar que las cosas pasan, que lo que permanece es el Amor de Dios por sus hijos, un amor providente; un amor que llena el corazón ante tanto vacío que hay por todos lados.
Somos los llamados a dar esperanza a los hombres, somos los llamados a dar ilusión a la vida, somos los llamados a dar luz a los demás, somos los llamados a ser… Cristo.
Que en este Adviento advirtamos qué es lo que Dios quiere de nosotros, qué es lo que Dios quiere que demos a los demás. De nosotros depende que nuestros hijos, en los próximos cincuenta años, puedan ser más felices que nosotros en un mundo que exprese belleza e ilusión por la vida. Saber esperar es señal de los hijos de Dios.