Por: Víctor Palacios Cruz
Profesor adscrito al Departamento de Ciencias Teológicas.
Profesor adscrito al Departamento de Ciencias Teológicas.
Desde luego, el presente ha superado con largueza los sueños de Bacon. Excepto en la recreación de la vida. Pero lo interesante no es el desacierto del inglés, sino el hecho de que haya imaginado un mundo aventajado por una capacidad sin límites para manipular la naturaleza.
En contraste con el final del Medioevo, angustiado por la peste negra que dejó al género humano expuesto a fuerzas superiores y desconocidas, el moderno se agiganta fortalecido por el triunfo de las matemáticas y la astronomía, que le permiten sentir que algún día acabará con todos sus terrores. Esto es lo impresionante y a la vez inquietante de la modernidad: una confianza extrema en las facultades humanas y una inmensa fe en el futuro.
Lo que lleva a la ruptura con el pasado e impone un valor esencial de la cultura en la que todavía vivimos: la seguridad. Solucionar todos los problemas de la humanidad fue igualmente el fin que Descartes asignó a la filosofía.
A inicios del siglo XIX la novela de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, contó la historia de un monstruo solitario y desdichado, engendrado por un científico que había atravesado los límites de la vida. Bacon escribió con rotundidad que «la ciencia es poder», y todavía hoy no parece claro que la ciencia, la médica por ejemplo, esté dispuesta a detenerse y meditar mejor sus pasos. Aún seguimos jugando a ser como dioses.
Y cuando vemos las librerías atestadas de libros de autoayuda y el éxito millonario de los muchos Paulo Coelho del mercado, comprobamos que siguen vigentes las insignias de la modernidad: el predominio de la utilidad sobre la comprensión y del bienestar sobre el esfuerzo. La gente sólo quiere “sentirse bien” en todos los sentidos, incluido el psicológico. Sin embargo, en una mezcla indiscernible, son verificables otros indicios de que las nuevas generaciones, al menos emocionalmente, han abandonado la idolatría de la máquina.
Investigadores y diseñadores procuran ahora desaparecer u ocultar los famosos tubos y engranajes que Marinetti había exaltado. Toda la tecnología apunta firmemente hacia lo minúsculo, invisible y amable: los chips, lo inalámbrico y la apariencia curva y delicada de los aparatos.
A las viejas utopías sobre el futuro las ha seguido la fiesta despreocupada del consumo en tiempo presente, y al optimismo científico un neurótico miedo al desastre ecológico del porvenir. (Con qué sagacidad y sentido del humor, la película Wall-E ha retratado una humanidad posterior a la hecatombe, atrofiada por la propia tecnología.) El reciclaje, los productos orgánicos, el vegetarianismo, la revaloración de lo artesanal y el fervor ecologista son la expresión universal de un recelo ético de lo mecánico e industrial.
¿En qué mundo vivimos, entonces? Quizá en el de quienes, asustados por su poder y escarmentados por el pasado, se empeñan en humanizar la tecnología y apagar sus remordimientos con masivas causas solidarias. Fue sin duda un error poner el cielo en la Tierra; pero es un error parecido predicar el apocalipsis. Temo que el descrédito de los ideales equivocados sea el descrédito de toda esperanza y la excusa para la renuncia individualista, para la pereza más cínica.
Quizá es tiempo de recordar la vieja sabiduría, de un Montaigne o un Dostoievski, que dice que el humano prefiere más el camino que la meta, la búsqueda y el sentido que la satisfacción y el reposo. Seguimos buscando, nunca encontramos, buena razón para preservar la aventura de la vida y no volver absoluto lo que es sólo finito.