Por: Víctor Palacios Cruz
Al salir de clase, una alumna abre su flamante iPhone y consulta un horóscopo. Quién lo diría: la astrología ancestral suministrada por el más reciente artificio de la tecnología. ¿En qué tiempo vivimos? ¿En la era en que se auscultaban las vísceras de un animal sacrificado? ¿O en la sedosa actualidad de la cibernética y el celular? ¿Cuándo y cómo empezamos a enamorarnos perdidamente de la máquina? ¿Cómo han cambiado los mecanismos que facilitan y distraen nuestra vida, dotándola de nuevas necesidades, exigencias y conductas?
Dentro de pocos meses se cumplirá un siglo del Manifiesto futurista, publicado en Europa en febrero de 1909. En él, Filippo T. Marinetti expuso el credo de una nueva corriente estética y de una nueva actitud ante la vida: «Un coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia.» Tan sonoro cántico no era sino la cima de un largo camino cuyo inicio había sido el inicio mismo de la Edad Moderna.
«¡Nos encontramos sobre el promontorio más elevado de los siglos!... ¿Por qué deberíamos cuidarnos las espaldas, si queremos derribar las misteriosas puertas de lo imposible? El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente».
Poco antes de las dos Guerras Mundiales, en que tendría lugar lo que Sabato llamó la «matanza mecanizada», Marinetti se permitía festejar la técnica y prever un porvenir dichoso para la humanidad gracias a los nuevos procesos de producción. «[Cantaremos] a las fábricas suspendidas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte, y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados con tubos».
El horror ante la organización industrial del genocidio nazi y, luego, la zozobra general ante el peligro atómico, cubrió aquel éxtasis de sombras. Filósofos y artistas voltearon para mirar con repudio y pesadumbre el recorrido que nos había llevado hasta la posibilidad de la destrucción planetaria.
El pesimismo se convirtió en doctrina (Sartre, Cioran): resultaba cruel seguir creyendo en el progreso indefinido que habían enarbolado los ilustrados del XVIII. El hombre era un corcho a la deriva. Aldous Huxley (Un mundo feliz, de 1932), George Orwell (1984, de 1948) y Ray Bradbury (Farenheit 451, de 1953) imaginaron ficciones futuristas que tenían en común la aparición de un Estado que se servía de la tecnología para sojuzgar las conciencias y las libertades.
El porvenir era una pesadilla. Ya no el paraíso en la tierra, ya no la civilización científica de Comte o la sociedad igualitaria de Marx. Desde entonces profesamos una mentalidad anti-moderna. Corren tiempos posmodernos. Ya no creemos en el poder absoluto de la razón, y las chimeneas no simbolizan más el bienestar de los mortales. El hombre es el gran enemigo del hombre y de la naturaleza.
¡Qué llamativo que la modernidad se fundara también con ficciones! Con las utopías de Campanella y de Moro, pero especialmente con la Nueva Atlántida (1626) del inglés Francis Bacon. En ella se fabula una expedición que parte de las costas del Perú y, por azar, recala en una ignota isla donde los viajeros son recibidos con hospitalidad. Sus anfitriones les muestran las bondades del país, por ejemplo la Casa de Salomón donde discurre una agitada actividad científica.
Desde ese inmenso taller, los sabios gobiernan la isla y, como en la mente del más ilusionado tecnócrata, la ciencia garantiza, con sus hallazgos e invenciones, la satisfacción de sus habitantes: «Tenemos grandes y espaciosas casas, donde imitamos y producimos fenómenos como nieve, granizo, lluvia y algunas lluvias artificiales de cuerpos y no de agua, truenos, relámpagos, también generación de cuerpos en el aire, como ranas, moscas y otros. […]
En los huertos hacemos artificialmente que los árboles y las flores maduren más temprano o más tarde de lo que lo hacen de forma natural. Los hacemos también, artificialmente, de mucho mayor tamaño de lo que son por naturaleza, y sus frutos mayores, más dulces y de diferente sabor, olor, color y forma que los naturales. […]
También tenemos parques y encierros para pájaros y bestias, que usamos para disecciones y experimentos, para iluminarnos en lo que pueda ser trabajado en el cuerpo humano. De este modo observamos muchos efectos extraños, como la continuación de la vida, aunque diversos órganos, que vosotros consideráis vitales, se les hayan quitado; la vuelta a la vida de algunos que parecían muertos, y cosas por el estilo.»
Dentro de pocos meses se cumplirá un siglo del Manifiesto futurista, publicado en Europa en febrero de 1909. En él, Filippo T. Marinetti expuso el credo de una nueva corriente estética y de una nueva actitud ante la vida: «Un coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo… un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia.» Tan sonoro cántico no era sino la cima de un largo camino cuyo inicio había sido el inicio mismo de la Edad Moderna.
«¡Nos encontramos sobre el promontorio más elevado de los siglos!... ¿Por qué deberíamos cuidarnos las espaldas, si queremos derribar las misteriosas puertas de lo imposible? El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente».
Poco antes de las dos Guerras Mundiales, en que tendría lugar lo que Sabato llamó la «matanza mecanizada», Marinetti se permitía festejar la técnica y prever un porvenir dichoso para la humanidad gracias a los nuevos procesos de producción. «[Cantaremos] a las fábricas suspendidas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte, y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados con tubos».
El horror ante la organización industrial del genocidio nazi y, luego, la zozobra general ante el peligro atómico, cubrió aquel éxtasis de sombras. Filósofos y artistas voltearon para mirar con repudio y pesadumbre el recorrido que nos había llevado hasta la posibilidad de la destrucción planetaria.
El pesimismo se convirtió en doctrina (Sartre, Cioran): resultaba cruel seguir creyendo en el progreso indefinido que habían enarbolado los ilustrados del XVIII. El hombre era un corcho a la deriva. Aldous Huxley (Un mundo feliz, de 1932), George Orwell (1984, de 1948) y Ray Bradbury (Farenheit 451, de 1953) imaginaron ficciones futuristas que tenían en común la aparición de un Estado que se servía de la tecnología para sojuzgar las conciencias y las libertades.
El porvenir era una pesadilla. Ya no el paraíso en la tierra, ya no la civilización científica de Comte o la sociedad igualitaria de Marx. Desde entonces profesamos una mentalidad anti-moderna. Corren tiempos posmodernos. Ya no creemos en el poder absoluto de la razón, y las chimeneas no simbolizan más el bienestar de los mortales. El hombre es el gran enemigo del hombre y de la naturaleza.
¡Qué llamativo que la modernidad se fundara también con ficciones! Con las utopías de Campanella y de Moro, pero especialmente con la Nueva Atlántida (1626) del inglés Francis Bacon. En ella se fabula una expedición que parte de las costas del Perú y, por azar, recala en una ignota isla donde los viajeros son recibidos con hospitalidad. Sus anfitriones les muestran las bondades del país, por ejemplo la Casa de Salomón donde discurre una agitada actividad científica.
Desde ese inmenso taller, los sabios gobiernan la isla y, como en la mente del más ilusionado tecnócrata, la ciencia garantiza, con sus hallazgos e invenciones, la satisfacción de sus habitantes: «Tenemos grandes y espaciosas casas, donde imitamos y producimos fenómenos como nieve, granizo, lluvia y algunas lluvias artificiales de cuerpos y no de agua, truenos, relámpagos, también generación de cuerpos en el aire, como ranas, moscas y otros. […]
En los huertos hacemos artificialmente que los árboles y las flores maduren más temprano o más tarde de lo que lo hacen de forma natural. Los hacemos también, artificialmente, de mucho mayor tamaño de lo que son por naturaleza, y sus frutos mayores, más dulces y de diferente sabor, olor, color y forma que los naturales. […]
También tenemos parques y encierros para pájaros y bestias, que usamos para disecciones y experimentos, para iluminarnos en lo que pueda ser trabajado en el cuerpo humano. De este modo observamos muchos efectos extraños, como la continuación de la vida, aunque diversos órganos, que vosotros consideráis vitales, se les hayan quitado; la vuelta a la vida de algunos que parecían muertos, y cosas por el estilo.»