Por: Carlos Masías Vergara
Profesor Adscrito al Departamento de Ciencias Teológicas
El lema kantiano sapere aude [atrévete a saber] debe ir acompañado por otro que diga más o menos así: ama toda la verdad. No se puede amar sólo retazos de verdad, en olvido de otros pedazos; porque eso constituye lo que habíamos llamado herejía.
Una herejía del pensamiento es la que hemos heredado de Galileo. Él sostenía que «la filosofía está escrita en ese grandísimo libro que continuamente está abierto ante nuestros ojos [a saber, el universo], pero no puede entenderse si antes no se procura entender su lenguaje y conocer los caracteres en que está escrito.
Este libro está escrito en lenguaje matemático». Galileo estaba convencido de que la matemática explicaba el mundo, y ciertamente lo hace; pero la explicación que da es de carácter instrumental. El peso de una persona no me dice la calidad de persona que es.
El peso es solo un dato referencial que me permite saber si puedo cargarla, o el estado de su salud; pero de nada me sirve para amarla. No se ama un peso (contrario a lo que piensen algunas anoréxicas). A partir de Galileo se intentó entender el universo en clave matemática. Todo era matematizable, incluso la ética. Sin embargo, si por un lado la ciencia matemática iba descubriendo nuevas dimensiones del universo; por otro lado iba cubriendo lo más importante.
El mundo vital quedó oculto debajo de una tupida red de números y fórmulas, que cumplían con su función de ser los puntos de apoyos para mover la tierra de sus goznes.
Sin embargo, esa verdad científica era insuficiente. «Su objeto es parcial, es sólo un trozo del mundo y además parte de muchos supuestos que dan sin más por buenos; por tanto, no se apoya en sí misma, no tiene en sí misma su fundamento y raíz, no es una verdad radical. Por ello postula, exige integrarse en otras verdades no físicas ni científicas que sean completas y verdaderamente últimas.
Donde acaba la física no acaba el problema: el hombre que hay detrás del científico necesita una verdad integral, y, quiera o no, por la constitución misma de su vida, se forma una concepción enteriza del Universo». (Ortega y Gasset) Y así el hombre termina intentando responderse a preguntas como el sentido de la vida, el bien moral, la inmortalidad del alma, y demás; y muchas veces en su afán de no perder el tiempo en filosofías, termina haciendo filosofía ajena.
Se me viene ahora a la mente la imagen del monje medieval. Se tiene la imagen errada de que ellos estaban todo el día discutiendo cuántos ángeles podían bailar en la cabeza de un alfiler. Pero la verdad es que ellos discutían sobre si el alma era inmortal, si Dios existía,…
Para un hombre práctico la discusión de estos temas debe parecerle irrelevantes; sin embargo, una persona inteligente se dará cuenta que si el hombre no posee un alma inmortal, si no tiene algo que lo distinga del resto de lo seres que pueblan la tierra, el hombre no sería más que un animal.
La tan mentada dignidad no sería más que una ficción, y todo lo que sobre ella se ha construido: justicia social, amor, solidaridad, caridad, un engaño. Hay gente que va por el mundo pregonando que no somos nada más que animales; y después se quejan de haber sido tratados injustamente cuando uno los abofetea en estricto cumplimiento de la ley de la selva.
Sabemos que no es lo propio del hombre el vivir de acuerdo a la ley de la selva. Estamos constantemente exigiendo un comportamiento correcto, un actuar ético, cuyos principios no pueden venir de la ciencia. «La ciencia (…) no es capaz de elaborar principios éticos; puede sólo acogerlos en sí y reconocerlos como necesarios para erradicar sus eventuales patologías.
La filosofía y la teología son, en este contexto, ayudas indispensables con las que confrontarse para evitar que la ciencia proceda por sí sola en un sendero tortuoso, lleno de imprevistos y no privado de riesgos. Esto no significa en absoluto limitar la investigación científica o impedir a la técnica producir instrumentos de desarrollo; consiste, más bien, en mantener vigilante el sentido de responsabilidad que la razón y la fe poseen de cara a la ciencia, para que permanezca en su estela de servicio al hombre» (Benedicto XVI).
Esto exige un modo ampliado de entender la razón. Sin negar la razón científico-matemática, abrirnos a otros modos de razón como la filosófica, la práctica, la poética.