II parte
P. Angel Arrebola Fernández
Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado.
Siguiendo con la exposición del discurso de Benedicto XVI a la ONU, y enlazando con el primer tema que presentábamos sobre el principio de la “responsabilidad de proteger” los derechos humanos; diremos que en segundo lugar, al abundar esta “reponsabilidad de proteger”, se llega al núcleo y fundamento tanto de este principio así como de todos los derechos humanos.
Los documentos internacionales que proclaman y tutelan los derechos humanos tienen, como lógica consecuencia de su origen y finalidad, un carácter eminentemente práctico y no se detiene a profundizar sobre la naturaleza y fundamentación de estos derechos. Pese a ello, en todos estos documentos, mediante expresiones más o menos rigurosas, se afirma, al menos implícitamente[1], que estos derechos corresponden al hombre con carácter previo a que sean acogidos o no por los ordenamientos jurídicos positivos. Las declaraciones, pactos internacionales o legislaciones internas de los Estados no crean estos derechos, sencillamente los reconocen.
Si los derechos humanos son exigencias de justicia inherentes a la dignidad de la persona quiere decir que tales exigencias radican en la propia naturaleza humana. Surgen, por tanto con cada hombre: son derechos de la persona. Y la persona es criatura, con un estatuto ontológico determinado, que ha sido establecido por el Creador –Dios, el ser por esencia-. Que el hombre viva en la historia, que esté dotado de libertad y que, por ello, reconozca más o menos derechos humanos en un momento determinado o tutele mejor unos u otros derechos humanos según las épocas y los ámbitos culturales, no es incompatible –más bien es una confirmación, porque también la libertad forma parte del estatuto ontológico del hombre- con una fundamentación metafísica absoluta (la dignidad de la persona) de los derechos humanos.
De ahí que haya podido decirse, con toda razón, que el iusnaturalismo “es la verdadera ratio communis, el único sistema jurídico que puede ofrecer a tales derechos una base común y estable para su reconocimiento y correcta aplicación”. En efecto, sólo la existencia de un Derecho natural, universal, superior y previo a cualquier sistema de Derecho positivo, puede dar razón de esa conciencia jurídica común que impulsa y alienta el movimiento a favor de los derechos humanos
Finalmente, se detiene Benedicto XVI en señalar el Derecho de libertad Religiosa que recoge el artículo 18 de la Declaración Universal de los derechos humanos. El efectivo reconocimiento de este derecho no puede quedarse en un mero reconocimiento de la libertad de culto. Es decir que cada individuo tiene la libertad jurídica para establecer centros de culto, para realizar sus expresiones públicas de fe, etc. Sino que reclama también como contenido de esa libertad el derecho que asiste a los creyentes, sean de la confesión que sean, a iluminar desde la fe los acontecimientos de la vida de sus respectivos países. Como dice el pontífice: “Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe- para ser ciudadanos activos”.
De ahí que haya podido decirse, con toda razón, que el iusnaturalismo “es la verdadera ratio communis, el único sistema jurídico que puede ofrecer a tales derechos una base común y estable para su reconocimiento y correcta aplicación”. En efecto, sólo la existencia de un Derecho natural, universal, superior y previo a cualquier sistema de Derecho positivo, puede dar razón de esa conciencia jurídica común que impulsa y alienta el movimiento a favor de los derechos humanos
Finalmente, se detiene Benedicto XVI en señalar el Derecho de libertad Religiosa que recoge el artículo 18 de la Declaración Universal de los derechos humanos. El efectivo reconocimiento de este derecho no puede quedarse en un mero reconocimiento de la libertad de culto. Es decir que cada individuo tiene la libertad jurídica para establecer centros de culto, para realizar sus expresiones públicas de fe, etc. Sino que reclama también como contenido de esa libertad el derecho que asiste a los creyentes, sean de la confesión que sean, a iluminar desde la fe los acontecimientos de la vida de sus respectivos países. Como dice el pontífice: “Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe- para ser ciudadanos activos”.
Desde una opción religiosa determinada se puede también contribuir a la edificación de una sociedad más justa e igualitaria, sin correr el riesgo de sacralizar la vida política, puesto que la fe tiene también una dimensión pública, netamente social cuyo fundamento es Dios, pero cuyos principios pueden ser asumidos en la consecución del Bien Común, por el conjunto de la sociedad.
No reconocer esta dimensión pública de la fe, y su aporte a la sociedad, “privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona”.
No reconocer esta dimensión pública de la fe, y su aporte a la sociedad, “privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona”.
El reconocimiento de la dignidad de la persona, fundamento último de los derechos humanos. hace que se reconozca también el derecho natural como sustento y garantía de la permanencia de estos derechos reconocidos por todos, así como el aporte constante de los creyentes a una sociedad, cada vez más fragmentada, pero que está sedienta de pilares firmes en los que se asiente la defensa y promoción de la persona humana, hacen de este discurso una pieza clave y que tendrá seguro importantes consecuencias en las políticas de la ONU, y en la reflexión jurídica sobre la esencia de los Derechos Humanos al cumplirse el sexagésimo aniversario de su proclamación.
[1] Es lo que sucede en la Declaración en el Considerando primero: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana; “